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abril |
Tener mal café
No me gustan las conversaciones ni los textos sobre comida. Tienden a caer, no ya en el sermón, sino incluso en la reprimenda. Y es que a los gastrónomos les acostumbra a parecer pecado mortal que no se coma siguiendo estrictamente todos sus consejos. O, más bien, todos sus mandatos divinos. Además, el tema es aburrido. Comer bien es estupendo, eso está claro. Ahora, no creo que hablar sobre comida sea tan maravilloso. De hecho, me horroriza especialmente verme envuelto en una conversación sobre gastronomía -o sobre vinos, horror- en mitad de una cena. Se entiende que cuando digo "conversación" no me refiero a alabar breve y simplemente el plato que se tiene delante. De todas formas, no puedo evitar lamentar que en cualquier restaurante de Barcelona -y de España, por lo visto- sea imposible tomar un buen café después de un almuerzo o de una cena. Uno acaba tragando un liquiducho amargo y arenoso, coronado por una espumilla color tierra, en lugar de por una capita cremosa. Por prevención, ya me he acostumbrado a pedir un cortado, confiando en que la leche disimule el mal sabor del café. Pero lo que acaba ocurriendo es que el mal sabor del café disimula el de la leche. En definitiva, es una pena no poder culminar el buen rato pasado en el restaurante con una agradable despedida en forma de tacita. Y es que, por muy rico que esté todo, siempre parece que camareros y cocineros acaben por cansarse, que lleguen agotados -o peor, despreocupados, confiados- al momento de preparar el café y no sean capaces de servirle a uno más que cuatro gotas de agua de fregar. Claro que hablo de restaurantes asequibles (para mí). No sé, por ejemplo, si en el Drolma trabajan un poco mejor el tema, aunque no me extrañaría que lo descuidaran del mismo modo, sin preocuparse por el hecho de que dejemos la mesa con mal sabor de boca, de que el penúltimo rito -el último es el de pagar y ese no tiene remedio- sea, simplemente, desagradable. Claro que más de uno me propondrá que no tome café o que lo tome un poco más tarde en cualquier cafetería decente. La primera opción la descarto ya de entrada: para mí ese café después de comer es indispensable; la segunda la he llevado a cabo alguna vez. Pero no me parece más que un mal menor: del mismo modo que no tomaría el primer plato en un local y el segundo en otro, yo quiero beber un café más o menos digno en el mismo lugar en el que disfruto del resto de mi comida. Al fin y al cabo, no es tanto pedir.