Jaime, 3 de septiembre de 2012, 15:00:44 CEST

Yo fui donante de órganos


Siempre me ha parecido evidente que hay que ser donante: ¿por qué dejar que se echen a perder todos esos órganos que ya no usamos? ¿Qué sentido tiene que se queden ahí, pudriéndose, sin ni siquiera ver la luz del sol, cuando podrían salvar vidas? No es ni siquiera una cuestión de generosidad, sino de simple lógica.

Fui organista y maestro de capilla en la catedral de Lierbenhorstraffen, en la Renania Ulterior, y me jubilé de mi cargo hará ya casi tres años, después de más de tres décadas entregado en cuerpo y alma a la música sacra, tanto a su interpretación como a su composición. Cuando me retiré, me llevé el órgano a casa, dado que era mío, pero lo cierto es que no lo suelo tocar porque mis vecinos tienen la incomprensible costumbre de dispararme cada vez que comienzo.

Por eso la semana pasada decidí ir con mi órgano a un hospital, con el objetivo de regalárselo a un enfermo que pudiera aprovecharlo. Tuve problemas con el personal de seguridad, dado que el órgano abultaba mucho y además decían -hay que ser mala persona- que molestaba a los enfermos. Molestar. ¡Si salva vidas! Además, lo único que hacía era ir entrando en las habitaciones para preguntar quién necesitaba un órgano. ¡Tendré que saber a quién dárselo! ¡Que sólo es un momento!

Al final y después de tres días vagando por los pasillos y esquivando a los guardas, di con un señor que respondió afirmativamente a mi pregunta.

-Pues está usted de suerte, caballero. Mire lo que le traigo. -Oh. Ehm. Vaya, me sabe mal, pero es que yo necesito un pulmón.

No hay nada que odie más que un desagradecido. El hombre estaba muriéndose y se ponía quisquilloso y selectivo. Si necesitas un órgano, aprovecha el primero que encuentres. No te mueras por pijo. No estás en posición de escoger.

Intenté explicárselo, exponiendo argumentos de forma sensata y razonable, para convencerle de que no podía dejarse morir. Es decir, le abofeteé varias veces mientras le gritaba HIJO DE PUTA, VOY A SALVARTE LA VIDA.

Al final decidí tomarme la salud por mi mano, ya que el loco este seguía enrocado en su excusa del pulmón. Le tiré sobre la cama, me puse encima a horcajadas, cogí uno de los cuchillos de plástico que había en la bandeja del almuerzo y le abrí el pecho. Fue más difícil de lo que creía, porque el cubierto se partió en dos cuando iba por la mitad y la última parte la tuve que hacer a mano y ayudándome con los dientes.

Una vez abierto y haciendo caso omiso de los gritos, le saqué ambos pulmones (no sabía cuál era el malo y no quería equivocarme) y le puse el órgano entre las costillas. Costó encajarlo porque mide casi doce metros de alto, pero pude hacer espacio quitando el bazo, que al fin y al cabo nadie sabe lo que es ni para qué sirve. Finalmente cerré la herida con unas tiritas MO-NÍ-SI-MAS de Bob Esponja.

El postoperatorio fue muy complicado. Prácticamente tuvo que aprender a respirar de nuevo. Ayudándose con el teclado, claro. Casi hubo rechazo, pero por suerte yo estaba allí para darle de collejas y advertirle de que EN ESTA CASA NO SE TIRA NADA.

Sí, en esta casa. Porque me mudé con él y su familia para asegurarme de que la recuperación iba bien.

En realidad, técnicamente sólo me mudé a su calle, donde planté una tienda de campaña desde la que observaba a mi paciente a través de unos prismáticos. Y a su mujer cuando se duchaba. También traía un megáfono que utilizaba para recordarle al enfermo que se tomara su medicación. Gracias a este aparato me hice muy popular en el barrio: la gente me tiraba comida desde las ventanas, la mayor parte en mal estado, pero lo que importa es el detalle de agradecimiento.

Me tuve que ir poco antes de que la recuperación fuera completa, ya que la esposa del transplantado me disparó con una escopeta por una confusión bastante ridícula, cuando una noche en la que ella estaba sola en el sofá, creí por error que se me estaba insinuando, trepé por las cañerías y me planté en su comedor con los pantalones en los tobillos y cantando: "Hazme el amor, aprisióname...!"

Había interpretado mal las señales. Aunque menuda buscona. Me acababa de gritar: "MALDITO LOCO, SAL DE NUESTRA CALLE DE UNA VEZ", cosa que obviamente quería decir que abandonara la calle y por tanto entrara en su casa.

Seguro que sólo estaba jugando conmigo. Las mujeres son todas unas desequilibradas.

En fin. El caso es que el señor este del trasplante de órgano está muy bien. Y a veces cuando respira suena Bach. Todo son ventajas.


 
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