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abril |
Sangre medianamente fácil
Hay gente que no lo sabe, como mis padres y mis suegros, pero yo estuve casado durante dos meses. Fue hace muchos años: yo era joven y estábamos en plena crisis de 2009. Había que espabilar para sacar adelante el país, a pesar de los sociatas. Una tarde, mientras oíamos el tump-tump de los trabajadores de France Telecom que se suicidaban ventana abajo, una amiga y yo montamos un plan perfecto para sacarnos un dinerillo que nos permitiera aguantar unos meses. La idea era sencilla: yo me hacía un seguro de vida por valor de un millón de euros, nos casábamos y luego planeábamos mi asesinato. Era importante que no pudieran inculparla a ella y que tampoco fuera un suicidio, porque si no, no cobraríamos. Pero todo plan tiene sus pequeñas imperfecciones. Y fueron esos pequeños detalles, porque el diablo está en los detalles, los que nos impidieron tener éxito en unas maquinaciones que sobre el papel parecían tan brillantes que las teníamos que leer con gafas de sol. Intentamos asesinarme ya en la luna de miel. Normal que nos pusiéramos manos a la obra en seguida: no practicábamos el sexo (o sea, que no follábamos) porque era un matrimonio de pura conveniencia y además ella decía que le daba asco tocarme, por culpa de una enfermedad que pasé de niño y que convirtió todos mis músculos en grasa líquida. Así, la segunda noche se disfrazó de ladrona, entró en la habitación y me disparó dos disparos en el pecho y uno en la cabeza. Pero los nervios y la inexperiencia le jugaron una mala pasada. En el hospital, mientras yo recobraba la conciencia, se enteró de que las balas en el pecho no habían sido mortales, ya que en realidad me había dado en los sobacos, que los tengo hipertrofiados, y el tiro en la cabeza había sido justo en la mitad derecha del cerebro, la que me extirparon de niño cuando los médicos vieron que no le iba a dar uso a tanto cerebro y que mejor donárselo a algún niño listo. Cuando me recuperé y mi mujercita aceptó mis disculpas por no haberme muerto y seguir siendo pobre, lo volvió a intentar en el mismo hospital. La idea era desenchufar las máquinas que me ayudaban a respirar y culpar al hospital de la negligencia, con lo que podríamos sacar el dinero del seguro y el de la demanda que le iba a caer al centro sanitario. Pero se equivocó y desenchufó la tele. Ojo, se lo dije. Pero es que mi ex mujer se ponía de muy mal humor cuando le llevaba la contraria y sólo conseguí que me tirara la tele encima. No le faltaba razón: yo tenía que morirme y sólo me preocupaba por la tele. Que si está apagada, que si me aburro, que si no puedo ver nada. Es que no estaba a lo que estaba. No tendría que haberla molestado con tonterías. Después de aquello pensamos que un accidente de tráfico era una buena forma de matarme y de cobrar. Por supuesto, había una pega: yo conduzco muy bien. ¿Cómo me voy a pegar un piño con lo bueno que soy al volante? Si no me he dedicado a la Fórmula 1 o a los rallies es sólo porque no he querido y además no me han dejado. En todo caso, mi pichoncito, que tenía una mente ágil como un colibrí, dio con una buena idea: me dejaría sin líquido de frenos por sorpresa. Maté a dos ancianas en un paso de cebra. Por desgracia yo salí ileso del accidente. Lo probamos de más formas: me dio a comer yogures caducados, me empujó por un barranco mientras yo gritaba "ay, qué resbalón más tonto", me puso un cedé de Extremoduro, incluso me volvió a disparar, con la mala suerte de que me pudieron trasplantar un corazón a tiempo. Era el corazón de un niño que había nacido muy malo y no necesitaba tanto corazón. Ay. Sí, el médico era un lector empedernido de El principito. Mató al niño y acabó en la cárcel. Pero salvó una vida: la mía. Que quería morirme para poder forrarme, pero bueno, son esas cosas que tiene la vida, que continúa cuando menos te lo esperas y, sobre todo, cuando menos a cuenta te sale. Al final vimos claro que no estábamos hechos para matarnos el uno al otro y de que jamás conseguiríamos estafar a la aseguradora. De hecho, en realidad resultó que la aseguradora nos había estafado a nosotros. El caso es que habíamos contratado un seguro de vida a un señor que los vendía por la calle y que no nos dejó ni su número de teléfono, pero que a cambio de dos mil euros en efectivo, nos hizo una póliza en un momento, en una libretita que llevaba encima. Todo muy práctico. Pero por sorprendente que parezca, era un timo. ¡Nos habían estafado! Es increíble cómo te engañan sin que te des ni cuenta. Aún conservo el papel que nos dio: está FIRMADO y todo. Y parece una firma auténtica. Pero no, no era su nombre. Y la empresa Seguros Del Todo se ve que no existe ni nada. En consecuencia, decidimos divorciarnos. De la rabia, me dio una paliza con un bate de béisbol. Pasé dos semanas en coma. Lo comprendo. Era un momento difícil y había que echarle las culpas a alguien. Y el que no se había muerto era yo. Luego le supo mal. Vino al hospital a disculparse y todo, pero justo cuando estaba llegando, la atropelló una ambulancia. Una pena. Murió en la flor de la vida, con apenas sesenta y dos años. Con la ilusión que le hacía tener niños o en su defecto varios perros a los que ponerles jerseicitos. En fin. Y aquí viene el toque irónico de la historia. Resulta que cuando nos casamos, sus padres le habían hecho a ella una póliza de seguros. ¡No hacía falta que hiciéramos otra! ¡Podríamos haberla matado a ella y cobrar! Supongo que no quería morirse, ya que era muy religiosa: incluso ponía e pesebre todos los años. El caso es que como todavía no estábamos divorciados, pude cobrar los nada menos que mil doscientos euros del seguro. Me compré varias grapadoras, que siempre vienen bien, y el resto me lo gasté en vinilos y cedés de coleccionista de Ramoncín. Es decir, no de música compuesta o interpretada por Ramoncín, sino que se los compré a Ramoncín. Con esto del pirateo, el pobre está viviendo debajo de un puente y no tiene más remedio que vender sus posesiones más preciadas. Dejad de robarle, malditos. Cada vez que os bajáis un episodio de House, le desaparecen siete euros y medio. Yo os maldigo.