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abril |
Así no hay forma de dedicarse a la música
Mi carrera musical se vio arruinada por las descargas ilegales. Así es: a los que nos arriesgamos, a los que probamos y experimentamos, nos es mucho más difícil abrirnos camino y pagarnos las mansiones en las islas del Pacífico. Necesitamos una industria que nos apoye y una asociación de autores que les rompa las piernas a quienes estén en nuestra contra. Cuando comencé, hace algo más de trescientos años, la cosa era mucho más sencilla y agradable que hoy en día: sólo teníamos que buscarnos a un mecenas noble o eclesiástico que nos protegiera. Por desgracia, el mío era un tipo enclenque y cobarde: no me protegía nada. De hecho, en mi primer año de carrera musical me dieron varias palizas. Al parecer, mi música arriesgada e innovadora no era del agrado del sector más conservador del público, que insistía en agredirme mientras gritaba cosas como: "¡Para, maldita sea, déjalo ya, ME SANGRAN LOS OÍDOS!" Mi protector intentaba interponerse entre esos energúmenos y yo, pero apenas aguantaba la primera embestida. Me engañó. Me dijo que sabía kárate. En realidad sólo había leído un libro de historia de Japón. El caso es que, dadas las circunstancias, yo fui el primer músico en intentar establecerse de forma independiente. Cogí mi clavicémbalo y me fui de gira por las tabernas alemanas, interpretando versiones de Bach y Haendel, además de temas propios. Era la joven promesa del pop barroco y la crítica internacional me auguraba un gran futuro en cuanto se inventara el gramófono. Mientras tanto, fui recibiendo varias palizas. Para eso me contrataban. Dos florines por escuchar mis temas (la primera cerveza incluida en el precio de la entrada) y un florín extra por arrojarme cosas a la cabeza. Hice una fortuna. Casi seis florines (yo cobraba una tercera parte de la recaudación). Al fin parecía que mi música se iba abriendo paso, del mismo modo que la brecha en mi cráneo se iba abriendo camino con cada golpe de jarra. De todas formas, comprendí que mi arte era minoritario y que jamás conseguiría tocar en las grandes catedrales, ni llenar las salas de los palacios más suntuosos. Qué fea es la palabra "suntuoso". La sustituiré por otra palabra que me guste más: y que jamás conseguiría tocar en las grandes catedrales, ni llenar las salas de los palacios más coches. No tocaba las clásicas cancioncillas ni utilizaba recursos facilones como la "armonía", o la "melodía", o el "ritmo", entre otros trucos baratos, como las "notas". Así pues, y con la intención de llegar a ese público selecto, elevado y disperso que sí podría disfrutar de mi arte, inventé el a-mule (analogic mule). La cosa era parecida a las descargas de hoy en día, sólo que como no existía internet, la cosa iba algo más lenta. Consistía en que, por ejemplo, un tipo que quería que tocara en su casa, para su fiesta de cumpleaños o su despedida de soltero, me tenía que enviar un a-mail (analogic mail, también llamado "carta") y yo cargaba mi clavicémbalo en mi mula y me desplazaba al lugar en cuestión. Música a domicilio. Y también portátil: en caso necesario tocaba el clavicémbalo subido a la mula mientras acompañaba, por ejemplo, a algún peregrino del camino de Santiago. El problema fueron las descargas ilegales, cada vez más frecuentes. Después de tocar, la gente se empeñaba en no pagarme, con excusas como "has hecho llorar a nuestros doce bebés", "el perro se ha arrojado al río en cuanto has empezado a tocar" o "arg, me sangran los oídos". Pf. Excusas de mal pagador. Lo peor era que muchos clientes me escribían para robarme el clavicémbalo o la mula. Sin ni siquiera dejarme tocar antes. Después de apenas unos meses, tuve que abandonar la iniciativa y, en consecuencia, el mundo de la música, cada vez más mediocre y uniformado. No me gusta criticar por criticar, pero, no sé, el Haydn este... A ver, seamos sinceros, ¿ciento cuatro sinfonías? Eso es pura avaricia comercial. Claro, al final suenan todas iguales, que sólo cambia la letra. En fin. Así nos va. Sobre todo a mí.