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abril |
Diario de la guerra del perro
No acabo de entender cómo es posible que haya gente que insista en que los perros son inteligentes porque reconocen a sus dueños, encuentran sus huesos de goma, le traen a uno las zapatillas o se sientan cuándo se lo piden. Lo digo porque yo reconozco a una parte no poco sustancial de las personas a las que se supone que me han presentado, a veces encuentro mis llaves, siempre tengo a mano al menos una de mis zapatillas, sé sentarme, me lo pidan o no, y nadie me dice lo listo que soy cuando hago alguna de esas cosas. Este doble rasero es injusto e hipócrita. Es más, creo que gran parte de mi vida se explica por los escasos ánimos que he recibido por parte de mi entorno, en comparación con los constantes elogios hacia ciertas mascotas. Por ejemplo: una vez en un parque intenté impresionar a una pelirroja que paseaba a su perro. No sé qué raza sería. Una de las no comestibles, imagino. Me refiero al perro, no a la pelirroja. La pelirroja era comestible, como casi todos los humanos. El caso es que la señorita arrojaba una pelota de tenis y su chucho trotaba alegremente hasta recoger la bola con sus dientes y tráersela a su ama. No era una tarea en absoluto difícil: la chica no arrojaba la pelota muy lejos y, dado su color amarillo, resultaba muy fácil no perderla de vista. Encima, el perro ni siquiera se esforzaba en cogerla antes de que tocara el suelo o después del primer bote o algo parecido. Nada, simplemente la iba a buscar y la traía de vuelta, una vez tras otra, sin virguerías y sin ni siquiera preguntarse a qué venía aquella repetición constante del ejercicio. ¿Y qué recibía a cambio de una tarea tan anodina, el chucho de las narices? Caricias, elogios al estilo "perro bonito" y algún que otro escasamente higiénico beso. Eso me hizo pensar: si aquella pelirroja era tan cariñosa con un perro, ¿cómo no iba a serlo también con una persona? Al fin y al cabo, las muestras de cariño que yo recibiera no irían en contra de las leyes del hombre, de la naturaleza y de Dios. Así pues, no creo que le extrañe a nadie que la siguiente vez que lanzó la pelota, yo corriera tras ella, en duro lance con el perro. Por desgracia, yo no tenía tanto entrenamiento como el animal, por lo que éste me cogió cierta ventaja y me vi obligado a pisarle el rabo. Como aun así se me escapó, me lancé sobre él y le agarré por el morro con las dos manos. Poniéndome en pie, lo arrojé hacia atrás como si estuviera participando en un campeonato de lanzamiento de martillo. No hubiera ganado, pero creo que me podría haber clasificado entre los diez primeros. Aun así e incomprensiblemente, el perro no entendió que ya había perdido y siguió corriendo tras la bola. Claro. Eso es ser inteligente, ¿no? No saber retirarse a tiempo, ¿no? Huy, sí, qué inteligente, no sé evaluar los pros y los contras, soy incapaz de analizar una situación dada; huy, sí, pero corro detrás de una pelota, qué listo soy. De todas formas, he de reconocer que a pesar de todo el animal se me coló entre las piernas y agarró la pelota entre sus dientes antes de que yo pudiera acercarme. Fue por mi problema con el ejercicio físico. No puedo practicarlo por culpa de mi alergia al cansancio y, claro, no tengo fondo. Total, que tuve que agarrar otra vez al perro, en esta ocasión por el cuello, y forcejear con él hasta que le abrí la boca y dejó caer la bola amarilla entre gemidos que, esta vez sí, sonaban con la agradable melodía de la rendición. Resoplando, sudando y con los brazos ensangrentados debido a la incomprensible e idiótica fijación de aquel animal rabioso --por suerte no en el sentido clínico del término--, le llevé la pelota a la pelirroja. Sorprendentemente, en lugar de caricias, elogios y besos, recibí bofetones histéricos y una denuncia en comisaría. Yo gané al perro. ¿Se me reconocieron los méritos? No. Y eso porque, en fin, lo que decía, la sociedad contemporánea está del lado de los canes. Tienen todo el apoyo mediático. Está clarísimo. Yo hice lo mismo que el perro, pero mejor. No sólo cogí la pelota antes, sino que lo hice además con las manos, demostrando que soy de una especie que ha evolucionado hasta alcanzar el bipedismo y la racionalidad. Al entregarla en mano, también mejoró la higiene del procedimiento: nada de babas perrunas. Además de todo eso, la pelirroja no tuvo que agacharse, con lo que se eliminaron los riesgos de lesiones en la espalda. Pues bien: ni siquiera me rascó detrás de la oreja. Que si estoy mal de la cabeza, que si qué le he hecho a Scooby –la respuesta era por cierto evidente: humillarle--, que si bofetón por aquí, que si bolsazo por allá, que si voy a llamar a la policía, que si tal, que si cuál. Y no me dio su teléfono, ni nada. Mejor: seguro que la casa le olía a perro, que es un olor como de toalla mojada. Qué desagradable. Qué. Desagradable. Y es sólo un ejemplo. Tengo más. Dos más. Aunque uno es de un gato.