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abril |
Cien años
Los vecinos de la calle Guerra número 4 se reunieron en el ático alrededor de la gotera que iba cayendo más o menos a un metro del ascensor y cuya actividad, según había podido averiguar el presidente de la comunidad, había comenzado en noviembre de 1907. Su abuelo, presidente de la misma comunidad por aquel entonces, había recogido en los libros de ese mes un apunte de gastos por la reparación de "una persistente gotera en el ático, cuyo origen ha quedado indeterminado por el profesional contratado". A lo largo de los años se habían sucedido las reformas y los intentos de reparación, pero la gotera había sobrevivido a capas de pintura, cambios de tuberías, la instalación del ascensor, la reforma de la escalera e incluso a un pequeño incendio, sin variar su metódica actividad, calculada por el padre del presidente, también presidente de la finca, en unos "escasos dos litros diarios, con poca variación". Esta persistencia obligaba a que las tres familias del ático se fueran turnando a la hora de ir cambiando y vaciando los cubos, recurriendo a la fregona en caso de despiste. Más o menos la mitad de los vecinos creía que la gotera aguantaría lo mismo que durara en pie el edificio, pero la otra mitad confiaba en que terminaría aquel mismo día, dado que experiencias similares habían llevado a la formulación de una ley universal según la cual no hay mal que cien años dure. Así, de acuerdo con la sabiduría popular y si los registros del abuelo del presidente eran tan meticulosos como parecía, aquella gotera tenía que cesar antes de que terminara el 30 de noviembre de 2007, y eso como muy tarde. Como ya eran las once de la noche pasadas y la tensión y los comentarios habían ido en aumento a lo largo del día, allí no faltaba ni el bebé de los del tercero, quien, seguramente imitando a sus padres y al resto de los adultos allí congregados, aguantaba la respiración entre gota y gota, lanzando un quejido de decepción cada vez que, por mucho que la pausa pareciera alargarse, finalmente otra gota siguiera a la anterior. Cuando una gota cayó a las once y cincuenta y nueve, el presidente de la comunidad --contrario por cierto a la validez literal y universal del refrán-- creyó que se le iba a salir el corazón por la boca. Le latía tan rápido y tan fuerte que ni siquiera pensaba en la gotera que había causado esa excitación, sino sólo en la angina de pecho que había sufrido el año pasado. Ya no estaba en condiciones de aguantar aquellas emociones tan fuertes. Pero, a pesar de lo que le diría el médico si le tomara el pulso, el presidente no se movió durante todo aquel minuto que faltaba para que terminara el siglo de gotera, con la mirada oscilando entre el techo y el cubo de plástico verde, deseando saber si aquella gota había sido la última o si esa pequeña y rítmica desgracia iba a durar más de cien años.