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abril |
Corrupción (cadavérica) en Chile, 1 (de 2)
Acabo de llegar de América. He pasado allí un par de días por orden del juez Garzón, comprobando si Pinochet realmente estaba muerto o sólo era una de sus artimañas para eludir la acción de la justicia. (Sí, ya sé que ayer estaba en Barcelona, pero he podido salir y volver hoy mismo gracias a la diferencia horaria.) Llegué al aeropuerto Americo Vespucci por la mañana. El taxi me dejó en mi hotel cercano a la Piazza San Marco. Sin deshacer las maletas, salí a la calle a palpar el ambiente. Bajé por la Via Ginoria, y di una vuelta por el centro, acercándome al Duomo y a la Piazza della Signoria, donde partidarios y opositores del dictador se enfrentaban arrojándose las estatuas de la Loggia dei Lanzi... EL CLÁSICO COMENTARISTA DE BLOGS POLÍTICOS: ¡Un momento! Esas no son las calles de Santiago. JAIME: Ya, pero es que nunca he estado en Chile y quería darle cierta verosimilitud a mi relato. ECCDBP: Ah, bien, de acuerdo. Creo que el argumento falla, pero no sabría decirte por dónde. JAIME: Como iba diciendo, la situación política que vivía el país hacía necesario que desarrollara mi actividad lo más discretamente posible, así que corrí al hotel a quitarme la alegre camiseta que llevaba puesta y en la que se podía leer: "He venido a profanar la tumba de Pinochet". Como me sobraba tiempo hasta que tuviera que desempeñar mi labor, decidí visitar la Galleria degli Uffizi y cenar en Pepò, mi restaurante favorito de Santiago de Chile. Ya por la noche, me acerqué a la Escuela Militar, donde estaba expuesto el cadáver del dictador. Había un par de militares vigilando en la puerta, así que decidí simular ser una rata fascista y pedirles a los guardias que me dejaran acercarme al féretro para darle mi último adiós al augusto Pinochet (este juego de palabras es sensacional). Quizás fue mi acento español, a lo mejor alguien se había ido de la lengua, puede que me delatara la camiseta del Che. No lo sé. El caso es que los soldados amenazaron con arrestarme si no me largaba de allí. Mientras pensaba en cómo podría entrar, me di cuenta de que ya estaba dentro. La verdad, ja ja, lo pienso y es gracioso. Me dijeron que me largara y, claro, estoy acostumbrado a que me digan eso a las tres de la mañana en algún bar y, en fin, automáticamente, en plan acto reflejo, abrí la puerta, como para largarme antes de que me echaran a patadas, que es lo que hago siempre cuando me echan de los sitios, sólo que la puerta, en este caso, era para entrar, y no para salir. En fin. Estuvo bien. Gracias a mi inconsciente astucia, había conseguido llegar a apenas unos metros del supuesto cadáver de Augusto Pinochet. Sorteé los pupitres (al fin y al cabo, estaba en una escuela, por muy militar que fuese) y llegué hasta el ataúd. La primera parte de mi misión era fácil: comprobar si el cadáver era humano. Abrí el ataúd y le arranqué al muerto el lóbulo de la oreja izquierda de un mordisco. Sabía a carne. Primera parte de la misión completada con éxito. La segunda era averiguar si ese humano sin vida era o no el dictador. Le abrí la boca y le miré la dentadura. Los dientes son clave en la identificación de cualquier persona. En este caso, estaba clarísimo que no era Pinochet: su familia le había respetado las muelas de oro. Pero en tal caso, ¿dónde estaba Pinochet? Tenía que encontrarle. De regreso al hotel compré productos típicos chilenos para traerme de vuelta a Barcelona: pasta, parmesano, vinagre balsámico y aceite de la región.