Jaime, 28 de noviembre de 2006, 16:11:08 CET

Por fin alguien piensa en nuestras necesidades


Hoy en día e incluso ayer en noche y posiblemente mañana en tarde es, fue y será importantísimo dar una buena imagen y sentirse además contento y seguro con dicha imagen. ¿Quién no ha temblado de pánico ante la posibilidad de que alguien le pregunte, por ejemplo, si podría deleitar a los amigos interpretando alguna pieza de Chopin al piano? ¿Es que uno va a verse obligado a corregir a su interlocutor, con lo violento que es eso, para reconocer una carencia en la propia educación musical, id est, que uno ni siquiera sabe cómo huele un piano y que por tocar, ni de tacto, oiga? Por suerte, Jakob Adenauer ha inventado una serie de cosas con el sano objetivo de que la gente no se sienta avergonzada. Como por ejemplo, el piano sin teclas. Incluso un manco puede tocar cualquier pieza en este instrumento, por complicada que sea. La ausencia de melodía será siempre reprochable a la carencia de teclas del instrumento y no a la posible, pero no demostrada, ignorancia del intérprete. Pero aún hay más: quienes no sepan leer podrán adquirir la colección de obras maestras de la literatura Selección Adenauer, en cuyas páginas únicamente hay ilustraciones. Ilustraciones en el idioma original del libro, que impresiona más. Y quienes no sepan escribir, podrán contar con el teclado blanco Adenauer. Siempre podremos disculparnos por teléfono con quien haya recibido nuestro correo electrónico y explicarle que la ausencia de letras en el teclado es lo que nos ha impedido componer un mensaje coherente. Quienes no sepan conducir y se consideren por ello menos urbanitas, tienen a su disposición el Ademóvil, un coche sin ruedas, frente a cuyo volante puede sentarse cualquiera sin miedo a multas, aunque con el inconveniente de que no se llega muy lejos. Adenauer también es el creador del tupé para calvos orgullosos de su calvicie, que consiste en un una peluca sin pelos. Y del vino sin alcohol, para quienes se avergüencen de sus horribles resacas. Por no hablar de la cocina que no cocina (es una pena que tengamos que ir otra vez al chino, con lo bien que me hubiera salido a mí el pato con peras) y del reloj de agujas sin agujas, para quienes no se aclaren con esos relojes, pero se avergüencen (comprensiblemente) de llevar digitales. En definitiva, gracias a Jakob Adenauer podremos superar nuestro sentido del ridículo y seguir con nuestra meteórica carrera profesional que nos llevará, un día de estos, a excelencias tales como, no sé, pagar algún que otro almuerzo con la tarjeta de la empresa, cosa a la que aspiran muchos, por lo que digo yo que estará bien, que tampoco es plan de llevarle la contraria a la gente sólo porque sí, que eso no hace más que agriarle a uno el carácter, todo el día protestando, que no haces otra cosa, joder, déjame en paz ya, si a mí me gusta, pues ya me está bien, tío borde, a ti lo que te pasa es que eres un envidioso y un amargado, ya te gustaría a ti, pero, claro, como no puedes, pero no es que no puedas, es que no quieres, vago, más que vago, tú no naciste cansado, tú naciste echando la siesta, a ver si espabilamos, que tienes ya cuarenta años y sigues repartiendo el correo en la oficina, cualquiera diría que te contrataron porque desgravas, que no haces más que quejarte y rascarte, todo el día ahí sentado, que te da pereza hasta irte a casa. Anda que no.


 
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