Jaime, 10 de septiembre de 2002, 11:58:37 CEST

Salvador, Antonio


Salvador comprendía que los nuevos clientes mostraran recelos. Pero que los tuvieran los de toda la vida, no. Antonio insistía en que tenía que hacer bien su trabajo, como siempre, y olvidarse de todo lo demás. Pero eso era muy fácil de decir, teniendo una vista tan buena como para enhebrar hilo y aguja a la primera (Salvador se lo había visto hacer) y no llevando unas enormes gafas con cristales de culo de botella, casi opacos, que dejaban ver al fondo, a lo lejos, unos minúsculos ojos de ratoncillo, inquietos y mates. Es todo psicológico, insistía Antonio, ponte en su lugar: creen que para ser buen peluquero hay que distinguir los cabellos uno por uno, y que les vas a cortar mal el flequillo o les vas a dejar una buena decena de trasquilones. Por eso me prefieren a mí. Pero tú, a lo tuyo -le decía-, a cortar el pelo que es lo que sabes hacer. Total, somos socios, ¿no? Vamos al cincuenta por ciento, ¿no? Salvador había intentado ocultar sus dioptrías con lentes de contacto. Pero se le enrojecían los ojos, le picaban, incluso le dolían. Al cabo de tres semanas de esfuerzos y (literalmente) lágrimas, volvió a sus gafas de pasta. Su compañero le hizo más llevadero el fracaso; le decía que sin las gafas no era él, que volvía a ser el de siempre. Total, los clientes ya sabían que era un poco cegato y quitarse las gafas no ayudaría mucho. De hecho, a Antonio no le había gustado que probara las lentillas. Le veía raro, decía. Antonio, pensaba Salvador, era un buen tipo. Los dos habían montado juntos la peluquería. Y jamás le había importado que fuera perdiendo vista cada año, que sus ojos aparecieran cada vez más pequeños tras los cristales. Incluso habría podido irse a otras peluquerías, que ofertas había recibido. Pero no, prefirió seguir con Salvador. Al fin y al cabo, eran amigos. Y, para qué negarlo, a Antonio le gustaba sentirse mejor peluquero que Salvador, darle todos esos consejos, decirle que no se preocupara por lo de la vista, y ver cómo los clientes le escogían siempre a él cuando ambos estaban libres o, peor, preferían esperar un rato más para que fuera Antonio quien les cortara el cabello, aduciendo, claro, que era él quien siempre lo hacía. Y ya casi nunca mencionaba aquel incidente, cuando a Salvador se le fue la mano (y la vista) con aquel cliente, cuando la mancha borrosa del cabello se confundió con la de la oreja. Total, sólo fueron unos puntos y un poco de sangre, tú no te preocupes.
 
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