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abril |
Mi temporada en Ferrari
Igual mucha gente no sabe que yo estuve a esto de ser piloto de Fórmula 1. Para quienes me lean y no me vean dictarle el texto a uno de mis chimpancés-secretario, debo aclarar que al mismo tiempo que decía la palabra "esto", acercaba los dedos índice y pulgar de mi mano derecha, dejando entre ellos espacio para apenas dejar pasar la conciencia de un periodista del corazón. El caso es que los capos --ja, ja, capos, como son italianos...-- de Ferrari me ofrecieron la posibilidad de hacer unas pruebas con ellos, dada mi pericia al volante y tras los sorprendentes tiempos que había conseguido en unas sesiones con Minardi --por aquel entonces aún existía Minardi. Creo que no es necesario decir que acepté encantado. O igual sí, nunca se sabe lo limitados que son los lectores de uno. Mejor lo digo, pues: acepté encantado. Acudí al circuito italiano de Mugello, donde recibí la calurosa bienvenida de los mecánicos de la escudería, que por algún motivo me confundieron con el técnico de la máquina de café. Movido por mi espíritu de equipo y deseoso de mostrar mis habilidades técnicas, intenté arreglar la máquina. Sólo recuerdo una explosión, gritos y sangre. Por suerte, yo había salido bien parado, así que me sacudí el polvo y fui a ver a Jean Todt, que me esperaba en la puerta de los boxes. Realmente me sentí poco menos que cumpliendo un sueño cuando me puse el mono rojo sobre los hombros. Claro que aquello fue una broma de los mecánicos. Ja, ja. Me habían cambiado el mono por otro mono: un babuino rabioso que me mordió el ojo izquierdo tras confundirlo con una nuez. Ja, ja. Ahí nació mi amor por los monos. El caso es que ya convenientemente equipado, me metí en el coche y di las últimas instrucciones a mi equipo. "Lleno de súper y me miras el nivel de aceite... Un momento, ¿qué es eso de ahí? ¿Un alerón? ¿Y para qué dices que sirve?" Apreté el acelerador y salí a todo gas del box. Me llevé por delante a la jefa de prensa de Schumacher e incrusté el coche en el muro. Le intenté echar la culpa al mono, pero llevaba puesto el ignífugo y no el africano, así que no coló. Les convencí para que me dejaran probar con el otro coche. Una vez se hubieron apartado todos los mecánicos, salí con algo más de tranquilidad y logré meter el coche en pista. Diecisiete minutos más tarde completaba mi primera vuelta. El ingeniero de pista me preguntó si todo iba bien. Le dije que sí, sólo que no tenía muy claro cómo cambiar de marcha. No encontraba la palanca. Todo fue más fácil después de que me explicara que las marchas se cambiaban con unas palanquitas que había en el propio volante. Sí, mejoré mucho mis tiempos una vez supe eso. Catorce segundos. Eso fue lo que tardé en salirme de pista a doscientos noventa quilómetros por hora e incrustar el bólido en la ambulancia que se llevaba a la jefa de prensa a la que había atropellado antes. Después tuve una charla con Jean Todt. Me preguntó cómo era posible que hubiera conseguido aquellos tiempos tan buenos con Minardi. Le expliqué que, evidentemente, no es lo mismo una Play Station que un coche de verdad. Si sólo los botones estuvieran colocados en el mismo sitio... En fin. Podría haber llegado lejos, pero era demasiado mayor para comenzar una carrera deportiva y, tras recibir una paliza de unos amiguetes muy brutos de Todt, Ferrari y yo dimos por concluida nuestra relación profesional. Guardo un recuerdo muy grato de aquella experiencia.