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abril |
Sólo se deserta dos veces (y 3)
Resumen de lo publicado: El aguerrido agente secreto James Blond está en peligro, etcétera, etcétera, en el Vaticano y tal y cual, tiene que salvar el mundo y todo eso. Estaba atado de pies y manos a una silla, llorando de pánico ante el futuro que se me presentaba o, mejor dicho, ante la ausencia de futuro que se me presentaba. Mi única posibilidad era utilizar el mecanismo secreto del crucifijo que me había dado Jakob Adenauer. --Deje que rece mis últimas oraciones. --Ya has tenido tiempo suficiente para eso. --Porfins... --Oh, vale. Pero no te pienso confesar. La sotana es sólo un disfraz. --Ya me había dado cuenta. ¿Me desata las manos para poder coger el crucifijo? --Si fueras cualquier otra persona, te diría que no, pero teniendo en cuenta que eres un inútil, no tengo inconveniente. Me soltó las manos y me agarré al crucifijo que me colgaba del cuello. Ja, aquel tipo no contaba con mi legendaria astucia. Lo toquetée. Lo intenté doblar. Tenía que tener algún tipo de mecanismo que liberara un arma poderosa y mortal. No había manera. Igual la cabeza era un botón. Tampoco... --Bueno, ¿qué? ¿Ya has acabado con el Jesusito de mi vida? Sólo me quedaba una oportunidad. Así que me saqué la cadena, grité "banzai" y alcé el crucifijo con la intención de clavárselo en un ojo. Y entonces empezó a salir un gas amarillento de uno de los extremos, directo a la cara del cura. Se desplomó inconsciente en cuestión de segundos. Me carcajeé durante un ratito. Lo suficiente para que el gas se siguiera propagando y me dejara inconsciente a mí también. Por suerte desperté antes que el cura y pude romperle la silla en la cabeza mientras dormía. Otro enemigo valientemente abatido por el agente del servicio secreto James Blond. Mi fama de asesino certero y eficaz seguiría extendiéndose. Cuando salí a la calle, ya eran las ocho. Tenía que darme prisa para llegar a la recepción: a las nueve comenzaban a servir canapés y seguro que a las nueve y media se habrían acabado los mejores. Tenía la invitación encima, pero la fiesta era de esmoquin, así que tenía que prepararme antes de llegar. Pasé por un estanco y compré un paquete de Malboro. Bien. Ahora sí. Tuve algún problema para entrar. Uno de los guardias de seguridad me envió a la puerta trasera, a pesar de lo que decía mi invitación. Insistía en que mi aspecto desmentía el documento que llevaba en la mano, y que sin duda se trataba de una lamentable confusión. En la puerta trasera me recibió un tipo gordo que me invitó a descargar unas cajas de un camión. Ante la perspectiva de tener que trabajar, me desmayé de puro miedo. Me llevaron a un sillón, ya en el interior de la embajada. Una vez allí no me resultó complicado colarme en la sala donde se celebraba la recepción. Menudo lujo. Camareros con copas de champán (¡de cristal!, ¡nada de plástico!), pirámides de Ferrero Rocher, perritos con rebecas de lana, cacahuetes salados a granel. Impresionante. Pero yo tenía una misión. No podía entretenerme. Bueno, me paré a coger unos cacahuetes. --Hola, guapetón --me giré, asustado. Quien se dirigía a mí era una rubia con unas piernas tan largas que acababan el miércoles--. ¿Llevas una pistola en el bolsillo o es que te alegras de verme? --Oh, ¿esto? En realidad es una zanahoria. Por si me entra hambre luego. Como estoy a regimen. No es que esté gordo, pero es por el coles... La rubia me dejó con la palabra --la palabra colesterol-- en la boca y se fue musitando no sé qué de que los tíos son tontos del culo y no sé qué más. Le pregunté a un camarero por el embajador. Me señaló a un tipo gordo que conversaba con una señora también gorda --¿El embajador es una pareja de obesos? --No, el embajador sólo es él. Ella es mi madre. --¿...? --Siempre tiene que controlar todo lo que hago. No confía en mí. ¿Ve? Ahora me mira, con desaprobación. Seguro que le encuentra algún defecto a mi forma de servir copas, al nudo de la pajarita, a la chaq... Dejé al camarero con la palabra chaqueta en la boca y me dirigí al embajador. --¿Señor Hitler? -- Er... Mi nombre es Ratzensberger. --Oh, disculpe, siempre me confundo con estos apellidos alemanes. Es usted el embajador, ¿no? --Sí. --Pues la grúa se le está llevando el coche. Le seguí mientras corría azorado por la sala, abriéndose paso entre marquesas y cardenales, tirando abajo una pirámide de copas de champán y otra de Ferrero Rocher. Cuando salió a la calle y vio que su Volkswagen Polo seguía bien aparcado, se sentó en la escalera a limpiarse el sudor. --¡Ja! --Le dije. --Oh, es usted... Qué gracioso. No sabe el susto que me ha dado. --Sí que lo sé. Porque lo he hecho adrede. Mi nombre es Blond, James Blond. --¿Quién? --Trabajo para la agencia. Y le hemos hecho saber que no tenemos piedad con los traidores. --Oh, cielos. --Señor Goebbels... --¡Ratzensberger! --Como sea... Usted pierde. Gana el Bien. Como siempre. Decidí regresar a Barcelona con la satisfacción del deber cumplido. En el aeropuerto surgió un imprevisto. --Esperáb... Creíamos que le matarían --me explicaron por teléfono--. Por eso sólo le compramos el billete de ida. Ya sabe, los malditos recortes de presupuesto. Lo solucionaremos en seguida. Treinta y cuatro horas después me apeaba de un autocar en Barcelona, con la satisfacción del deber cumplido y un terrible dolor de espalda. Mientras me masajeaba el cuello, vi al otro lado de la calle a un tipo disfrazado de cura con la cabeza vendada. Me miró y se rió. Cruzó la calle hacia mí. Sin mirar. Le atropelló una furgoneta. Si es que van como locos. El caso era que aquel tipo me sonaba de algo.