noviembre 2024 | ||||||
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Esperando la llamada de Estocolmo
No quiero adelantar acontecimientos, no, ni hablar, pero, vaya, no me extrañaría que el Nobel de Literatura fuera a caer a las manos que están tecleando este texto. Y no me refiero a mi secretaria, a la que tuve que despedir por motivos que no vienen al caso, no señor, me refiero a moi. No es definitivo, claro, pero todo apunta a que ya toca un Nobel en lengua española, a ser posible que escriba bien y a quien le quede el esmoquin como es debido. Y yo cumplo al menos dos de esos requisitos. El tercero depende de mi sastre, que ya está algo mayor. No se le puede exigir el pulso de cuando tenía veinte años. Al fin y al cabo, no es un cirujano. En cambio, a mi secretaria sí que se le podía exigir puntualidad, pero no, qué va, la señorita llegaba cada día tres minutos tarde. Como mínimo. Y a final de mes se ofendía cuando se los restaba del sueldo. Sí, increíble. Pero, en fin, no quiero hablar de esa ladrona; hoy es --será-- un día de celebraciones, no nos amarguemos. Y no es por cotillear, pero su novio era un impresentable. Un tipo melenudo y piojoso que pretendía que leyera sus poemas. ¡Leer! ¡Poemas! ¡Yo! ¡Un premio Nobel! Le pedí a mi mecanógrafa que por favor no volviera a traer a ese jipi por mi barrio. Luego encima el jipi pretendió llevarme a juicio por haber plagiado siete de sus poemas en mi Pintan bastos en la noche oscura del alma silenciosa. ¡Plagiar! ¡Yo! ¡Un premio Nobel! Las cosas las solucionamos como los españoles de pro: a puñetazos. Acabé en el hospital, pero el único de los dos que disponía de fondos suficientes para sobornar al juez era yo, así que gané el juicio. Él pago las costas y yo las vacaciones en la Costa Azul de su señoría. Obviamente, la demanda del jipi no hizo que cambiara mi actitud hacia mi secretaria. Soy un tipo ecuánime y sé que no han de pagar justos por pecadores. Y más cuando me lo recomienda mi abogado. La seguía tratando igual de bien, dándole sus dos minutos cada mañana para que fuera al lavabo y permitiendo que llevara gafas a pesar de que le sentaban como un tiro. Y eso entre otros privilegios que confirmaban mi fama de escritor izquierdista. Después del juicio la despedí, cierto, pero fue por llegar tres minutos tarde cada día y ponerse pantalones en lugar de las indispensables minifaldas que exijo a todas mis empleadas. Nada que ver con el embustero de su novio.