Jaime, 31 de marzo de 2005, 16:12:04 CEST

Buenas palabras


--Pero bueno... ¡Oiga usted! Le señalé con el dedo índice y alcé una ceja. El hombre me miró sorprendido y extrañado. Se me hacía el corderito inocente. Si no me los conociera tanto a estos impresentables. --¡Haga el favor de no reírse de los cojos! Abrió los ojos aún más. Qué pedazo de actuación. And the Oscar goes to the nazi cabrón. --¿P-p-p-perdón? ¿Cómo? --Ahora no se haga el loco, que aún es peor. Estoy por partirle el cuello. --Pero... --¿Le parece divertido ir por la calle simulando una cojera? ¿Cree que le parecerá graciosa su bromita a alguien que no pueda caminar correctamente? ¿Y si yo me riera de su calva y de lo feo que es? ¿Verdad que no se reiría? --Pero es que... --Pero es que ¿qué?, maldito bruto insensible, pero es que ¿qué? --Es que yo soy cojo de verdad. No era la primera vez que me topaba con alguien que se reía de los defectos ajenos. Había visto a imitadores de cojos, a tipos que se reían de los ancianos, incluso a uno que no hacía más que faltarle al respeto a los obesos, comiendo un helado por la calle como si nada. Pero nadie había mostrado tanta desfachatez como este miserable. Cojo, decía. Que era cojo. Pero cómo iba a ser cojo si tenía las dos piernas. --¿Acaso me toma usted por imbécil? --Oiga, es que yo... --Ya, ya lo sé. Usted no era consciente de que su burla podía herir la sensibilidad de muchas personas: los parientes de los cojos, las esposas de los parientes de los cojos, los propios cojos. Sí, sé que no quería hacerle daño a nadie. Pero al menos admita su error. No intente escudarse tras una mentira que sólo le convierte en un ser aún más despreciable. ¿Y adónde cree que va? ¡Quédese quieto! Y si huye, tenga al menos la decencia de no cojear, que encima parece recochineo. Le expliqué el daño que hacía. Le dije que en una ocasión mi propio padre se había roto la pierna y que ver a gente simulando cojera aún le hacía llorar. Pero el hombre no hacía más que abrir los ojos y balbucear excusas. Quise pensar bien: podría ser que también se estuviera burlando de los tartamudos, pero me dio la impresión de que sencillamente se trataba de un cretino amoral, ignorante del alcance de sus actos. Me lo llevé a una cafetería y le expliqué lo injusto y cruel que estaba siendo. Al final entró en razón. --Sí, sí, lo que usted diga, cómo no. --Entonces, ¿dejará de cojear? --Claro, claro, para qué voy a cojear, qué tontería. --Así me gusta. Estas dos horas no habrán pasado en vano si consigo que al menos se dé cuenta de que, consciente o inconscientemente, usted se ha comportado como un verdadero hijo de puta. --Sí, señor, como un hijo de puta, pero no me haga daño. --No, no, sólo uso la violencia cuando es imprescindible. Usted me ha demostrado tener la sensibilidad suficiente como para que bastara con cuatro palabras amables. --Sí, señor, muy amables. Y ahora me tengo que ir. --Haga, haga, no quiero retenerle más. Se levantó de la silla y se dirigió a la puerta. Cojeando. Ahí quedó claro que no se puede hacer nada para cambiar a un cínico, que no se puede ir sólo con buenas palabritas con quien tiene el mal enraizado en las entrañas. Quien está dispuesto a burlarse de la desgracia ajena una vez, lo está siempre. Maldito psicópata sin conciencia. Me levanté, me dirigí a la barra, pedí un tenedor y se lo clavé en la sien a ese cruel engendro. El tiparraco ya había salido a la calle, pero no me costó alcanzarle. Se pilla antes a un mentiroso que se hace pasar por cojo que a un cojo.


 
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