septiembre 2011 | ||||||
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Un plan perfecto
A mí no me gusta presumir de mis conquistas, ni siquiera de cuando llegué con mis tropas a Mongolia, pero cualquier visita a un bar me desanima y me entristece, y me hace darme cuenta de que tengo una misión: ayudar y aconsejar a todos esos jóvenes sudorosos y con acné para que puedan al menos dirigirle la palabra sin vomitar a la morena de la barra o a la pelirroja que baja por la escalera. Mis técnicas no son nada rebuscadas. Ni siquiera son originales. Se basan simplemente en aprovechar una de mis mil novecientas doce virtudes: mi asombrosa capacidad de observación. (Nota: yo no conté mis virtudes, fue una fan histérica en un momento de devoción extrema). Si uno se fija en las mujeres y en su comportamiento, no resulta difícil ver que siguen patrones muy identificables. Hace poco, por ejemplo, aproveché su tendencia a enamorarse de los tipos malos. Es conocido que muchos presidiarios se cartean con señoritas, que se ven atraídas por lo prohibido, por lo que habrán hecho, por lo que podrían hacer. Y no es ningún secreto que muchos de estos delincuentes convictos acaban aprovechando la oportunidad que este intercambio postal representa. Estaba claro: simplemente necesitaba convertirme en presidiario para conseguir alguna que otra cita --vis a vis incluido-- con alguna de estas jóvenes enamoradas del crimen. Por tanto, asesiné a un señor cuyo nombre no recuerdo. Lo malo es que me volqué en el asesinato y perdí de vista el verdadero objetivo final, por lo que acabé cometiendo un CRIMEN PERFECTO. No me arrestaron ni a pesar de que a los dos meses fui a entregarme a la policía. Mi plan era a prueba incluso de confesiones. --Entonces fue cuando le eché el veneno indetectable en el té. --Pero a esa hora usted estaba en la casa de campo del señor Kensington. --¡No era yo, era mi hermano gemelo! --Pero si usted no tiene ningún hermano gemelo. --Precisamente, en eso consistía el plan. Lady Yorkham no tenía ni idea y por eso cogió el tren de las 16:45. --No lo entiendo: llegó después de que la víctima muriera. --Pero antes de que el mayordomo entregara la carta. --¿¡Qué carta!? Total, que tuve que matar a otra persona y hacerlo de forma descuidada. Fui al metro y empuje a una anciana que parecía ligerita (no quería hacerme daño en la espalda). Por desgracia, cometí otro error: contraté a un abogado buenísimo que consiguió que me absolvieran por un tecnicismo (al parecer, el informe del fiscal no llevaba las grapas reglamentarias y eso vulneraba mi derecho a que no se me cayeran los papeles por todas partes). Para entonces ya me había aburrido de mi idea, pero decidí intentarlo una vez más. Me sabía mal ir matando gente, así que decidí robar un banco, delito equiparable hoy en día al de traición. Entré en la oficina con una careta de Felipe González y una escopeta recortada, y salí con una libreta de ahorros, una cuenta vivienda, una tarjeta de crédito, un depósito al cinco por ciento y una vajilla nueva. Y, esto es lo importante, y el teléfono de la amable y atractiva cajera de la entidad bancaria. De acuerdo, era el teléfono del banco, no el personal. Vale, a las dos semanas la cambiaron de oficina. Sí, puede que no me diera tiempo a reunir valor para llamarla. Cierto, no me quisieron decir a dónde la habían destinado. Pero centrémonos en lo importante: tras apenas unos meses de trabajo, había conseguido el teléfono de una chica. Sí. Su teléfono. El teléfono de una joven atractiva. Lo sé, lo sé, soy un Casanova redivivo, etcétera. Aplicad estos consejos y no tardaréis en reunir teléfonos de muchachas de buen ver. De nada, de nada. Por favor, parad, que me vais a sonrojar. De nada, ya vale, bien, ya. (Nota: lo reconozco, yo conté mis virtudes). (Nota: es posible que el número esté algo hinchado).