noviembre 2007 | ||||||
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Un día en la vida de Jaime Rubio
Soy lo que se viene a llamar un pájaro mañanero, suponiendo que esa expresión exista y no me la haya acabado de inventar, así que no creo que le extrañe a nadie que el despertador sonara esta mañana a las siete en punto, tras lo que alcé el brazo derecho y le di al botón sobre el que se puede leer snooze. Nueve minutos más tarde, el despertador volvió a sonar y repetí el mismo procedimiento, en esta ocasión con el brazo izquierdo. Nueve minutos más tarde, el despertador volvió a sonar y repetí el mismo procedimiento. Nueve minutos más tarde, el despertador volvió a sonar y repetí el mismo procedimiento, pero alzando el brazo derecho. Nueve minutos más tarde, el despertador volvió a sonar y repetí el mismo procedimiento, esta vez tirando un vaso. Nueve minutos más tarde, el despertador volvió a sonar y repetí el mismo procedimiento. Nueve minutos más tarde, el despertador volvió a sonar y tiré del cable. Un tiempo no determinado más tarde, el móvil sonó y no cogí la llamada. Un tiempo no determinado más tarde, el móvil volvió a sonar y sí que cogí la llamada. Era mi jefe, preguntándome por qué no había ido a la oficina. Al estar medio dormido --también, vaya horas de llamar, a las doce y cuarto; ¿y si hubiera estado enfermo, delirando y con fiebre? ¡El sonido del teléfono podría haberme matado!--, no pude pensar en una buena excusa y le solté la verdad: que me había secuestrado la mafia rusa y que por favor no llamara a la policía o matarían a mis hijos. --Anda --dijo--, ¿tienes hijos? --No --contesté--. ¿Por qué? Tras musitar cuatro o cinco palabras yo diría que malsonantes, colgó. Entonces entró Dimitri con el desayuno. El café estaba algo templado para mi gusto así que le di unos azotes (a Dimitri, no al café). En cuanto se dio cuenta de que el secuestrado era yo, me dijo que qué me había creído, que aquel zulo no era un hotel y cuatro o cinco palabras más yo diría que malsonantes en algún dialecto siberiano. Me vi obligado a darle más azotes (en esta ocasión me confundí y le di los primeros al café). En cuanto uno se despista, el servicio se le sube a las barbas, con independencia de la cantidad de pelo que uno tenga en la cara. Salí al jardín del zulo a leer el periódico. Tuve que volver a azotar a Dimitri porque había resuelto el sudoku. Odio los sudokus, pero aún odio más que alguien toque el diario antes de que lo lea yo. Bueno, quizás odie más los sudokus: no sé cómo alguien puede comer pescado crudo, eso tiene que sentar mal por fuerza. Recibí a mi sastre y encargué tres trajes de entretiempo: uno liso, azul marino; otro gris, con el clásico diseño príncipe de Gales, y un tercero negro con raya diplomática blanca. De paso, pedí unas camisas. Sin gemelos, dada mi fobia a esa gente que se parece tanto entre sí. Después estuve ensayando un rato con mi violín, hasta que me di cuenta de que ni sé tocarlo ni tengo violín. Me vi obligado a darle más azotes a Dimitri, por no avisarme y dejarme hacer el ridículo. Por suerte no me vio nadie. Aún siento escalofríos cuando recuerdo aquella gira con la filarmónica de Praga. Mientras tomaba el aperitivo (una tabla de quesos y unas tres o cuatro botellitas de vino), Dimitri entró en el zulo a decirme que me iban a dejar en libertad porque, tras estudiar gastos e ingresos, no les salía a cuenta mantener mi secuestro por más tiempo, sobre todo dado que me habían confundido con el hijo de un industrial y que no habían encontrado a nadie que quisiera dar por mí ni siquiera lo justo para recuperar la inversión. Volví a azotar a Dimitri por su incompetencia delictivo-empresarial, hice la maleta y regresé a casa, donde fui recibido con un cambio de cerradura que, ja ja, mi familia había llevado a cabo con la sana intención de gastarme, ja ja, una alegre y desenfadada broma, ja ja... Ehem. Al parecer, no me oyen llamar a la puerta. Oigo perfectamente susurros: "Callaos, sssshhh", etc., clara muestra de los esfuerzos que están haciendo por prestar atención. Supongo que les parece oír a alguien llamando (y gritando), pero, claro, con el ruido que hacen los vecinos nuevos no hay quien se entere de nada. No hay problema: tengo una lata de Pepsi, así que puedo aguantar fácilmente cuatro o cinco días más llamando al timbre cada tres minutos. Luego igual tengo que comerme la pierna izquierda, pero, bah, la uso poco, apenas para tocar el violín.