Mi amigo Javi ha leído en los
Ensayos de Montaigne que "en las Indias Orientales, donde tenían la castidad en singular estima, la costumbre permitía sin embargo que una mujer casada pudiera entregarse a quien le ofreciese un elefante; y ello con cierta gloria por haber sido estimada a tan alto precio".
Javi planea viajar a la India y comprar uno de esos bichos, aunque todavía no ha decidido si lo quiere macho o hembra. Sabe que le costará carísimo y que quizás tenga que pedir un préstamo, pero asegura que merece la pena la experiencia de pasar una noche con una mujer a cambio de un elefante. Y la de entrar en un banco y solicitar un crédito para comprar el animal tampoco es desdeñable.
Javi sabe que en cualquiera de las grandes ciudades (Bombay, Nueva Delhi, Calcuta) y por mucho elefante que lleve, lo tendrá difícil para que le hagan caso, ya que no duda de que allí ya estarán tan fascinados con el automóvil como en Berlín o en Los Ángeles. Y no cree que tenga el mismo encanto la entrega de una esposa a cambio de un camión.
Explica que prefiere perderse por algún pequeño pueblecito hasta que encuentre a una mujer preciosa, que seguramente estará casada con un señor mayor y más bien feo. Según Javi, no tendrán más remedio que aceptar: un elefante, nada menos, la cantidad de cosas que se pueden hacer con uno de esos bichos. Y además ya quedan pocos.
Javi está seguro de que la mujer le recibirá con los brazos abiertos (aunque igual no sean éstas las extremidades apropiadas). No por maldad, sino porque él es él y ésta es su fantasía. Explica con malsana ilusión que podrá practicar tantra y posturas del kamasutra en el sitio más idóneo. Nadie hace esas cosas mejor que en la India, del mismo modo que nadie confía en comer una buena paella en Dublín.
Mi amigo no duda de que el marido aceptará, siguiendo la tradición y haciendo caso a su codicia (¡un elefante!), pero después se sentirá herido de celos y dará vueltas por toda la casa, ansioso, arrepentido, frotándose las manos y mordiéndose las uñas, descubriendo que está enamorado de esa joven con cuyos padres pactó el matrimonio. Aun así no se atreverá a entrar en la alcoba e interrumpir la transacción. Se sabe viejo y feo; no quiere resultar también ridículo. Además, y al fin y al cabo, un elefante no es cualquier cosa.
Y es una lástima, porque la joven india le estaba cogiendo cariño al viejo cascarrabias. Si hubiera renunciado al elefante por tenerla a ella todas las noches y no todas menos una, no hubiera habido mejor esposa y madre en todo el país. De todas formas, la muchacha es comprensiva y sabe que no es fácil renunciar a un animal así, con trompa y todo, de modo que promete quedar al menos entre las diez mejores.
Javi me explica que se irá a escondidas en cuanto salga el sol y se duerma la muchacha. Ya de camino, volverá la vista atrás y verá cómo un sirviente limpia al que fuera su elefante, que se despedirá alzando la trompa a modo de hasta la vista compañero. Javi sabe que echará de menos al animalito.
Le intento explicar que todo eso del paquidermo no sólo no es cierto ahora, sino que seguramente no lo era cuando Montaigne lo escribió. Mi amigo me mira ofendido y me suelta que Montaigne es Montaigne y yo sólo soy yo, así que, como es evidente, la palabra del francés vale más que la mía.