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Libros y élites
La lectura siempre había sido cosa de unos pocos que la disfrutaban en exclusiva. Leer, como explica Peter Sloterdijk en Normas para el parque humano "significaba de hecho algo así como ser miembro de una elite envuelta en un halo de misterio", y añade que "en otro tiempo, los conocimientos de gramática se consideraban en muchos lugares como el emblema por antonomasia de la magia". Con razón nació, por ejemplo, la cábala.
En cambio, hoy día -aunque sólo en los países occidentales- la alfabetización es prácticamente universal. Pero, claro, esto no nos puede llevar a optimismos exagerados: que todo el mundo sepa leer no significa que todo el mundo lea a Shakespeare, sino que todo el mundo podría leerlo, si quisiera. De acuerdo, no es poca cosa: la cultura es cada vez menos una cuestión de clases y cada vez más una cuestión de voluntad (sólo en las sociedades occidentales, insisto, y no de modo absoluto, por supuesto). Eso sí, de voluntad que, en la mayor parte de los casos, falla. La educación universal, la superpoblación de las universidades, no han provocado la masificación de la lectura de calidad (aunque sí un aumento).
En definitiva, hay una mayoría cuya lectura es puramente instrumental: el nombre de una calle, la programación de la televisión, la revista tontorrona o el chiste enviado por correo electrónico, por ejemplo y como mucho.
Todo parece indicar que seguirá habiendo élites culturales durante siglos. La positiva extensión de la alfabetización y de la educación no da motivos para pensar en una futura sociedad ilustrada. Por mucho tiempo habrá una minoría que lea a Jane Austen y escuche a Miles Davis y una multitud que lea a Danielle Steel (o simplemente a nadie) y compre discos de Chenoa.
