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abril |
Ochenta y cuatro
En el metro oigo cómo una chica se queja a no sé quién de que el abuelo de una amiga "con 84 años se compra un coche de miles y miles... Yo es que no lo entiendo". A ver, yo no conozco ni a esta chica ni al abuelo en cuestión. Y no sé cuál es ese coche tan caro que se ha comprado. Es decir, desconozco los motivos por los que esta veinteañera no entiende nada. Pero, con la escasa información de la que dispongo, soy yo el que no comprende a la quejica del metro. Para empezar, cabe pensar que este señor no es millonario. Si lo fuera, nadie le echaría en cara que se gastara miles en un coche, ya que le sobrarían unos cuantos billetes. Lo que se le reprocha parece más bien que se gaste tanto dinero, aunque más o menos lo tenga, cuando está ya viviendo en el tiempo de descuento y sin pensar en que a sus hijos y nietos les quedaran unos cuantos miles de euros menos por culpa de su capricho. Este hombre nació en 1920. Igual incluso participó en la Guerra Civil. En todo caso, comenzó a trabajar en la época de la posguerra, que no fue un periodo fácil, precisamente. Quizás incluso tuvo que ir a Alemania unos años. O es probable que sea uno de los muchos andaluces, murcianos y extremeños que acabaron viniendo a trabajar a Barcelona. Pongamos que se casó en un pueblecito de Almería con su novia de siempre y se vino aquí a mediados de los cincuenta, con cuatro duros sacados de vender la mitad de sus tierras y una promesa de trabajo en la Seat de la Zona Franca, donde se había colocado y bien colocado digamos que su hermano o un primo. Tuvo tres hijos. Dos chicos y una chica. El mayor nació en 1946 y la pequeña, en 1955, cuando nadie la esperaba. A finales de los sesenta y ya de encargado, se permitía el pequeño lujo de bajar cada verano al pueblo, en un Seat 850 lleno de niños y maletas. Hasta que, claro, los hijos se hicieron mayores y preferían quedarse en Barcelona con sus amigos. Algún verano alquilaron un apartamento, por ejemplo, en Playa de Aro, cosa que a los hijos les gustó más. Durante un tiempo incluso estuvieron ahorrando para comprarse un piso allí, hasta que, casi sin que se dieran cuenta, el pueblecito se llenó de turistas, hoteles feos y salones recreativos. Dejó de ser lo que les gustaba. De todas formas, tampoco estaban para mucho ahorro, ya que los hijos cada vez pedían más. Parecía que tuvieran un agujero en el bolsillo, parece mentira, cuando él, en sus tiempos, con el dinero que les daba para todo el fin de semana, iba al cine seis meses seguidos y aún le sobraba para una camisa nueva. Los dos hijos mayores entraron en la universidad. Los primeros de la familia. Pidieron una beca, pero no se la concedieron. Lo malo era que a la niña también se le daban bien los estudios y en unos pocos años aún habría más gastos. Qué pena no haber tenido ningún niño tonto que ya estuviera trabajando y aportando algo a la familia. Primero pidió un crédito. Luego vendió algunas de las tierras que le quedan en el pueblo. Se resistía a vender el cortijo de sus padres, pero como los niños ya no bajaban nunca al pueblo y él y su mujer hacía como cinco años que tampoco iban por allí, acabó vendiendo esa casa. Mejor eso que meter mano a los ahorros, que nunca se sabe cuándo se va a necesitar dinero fresco. Ya dormirían en casa de una tía suya, que tenía más de setenta años, pero estaba más fresca que una lechuga. En segundo, el mediano dejó la carrera y se puso a trabajar. Dos meses después, también dejó el trabajo e insistió en que quería ser actor. Un año más tarde su padre ya le había colocado en la fábrica y le había prestado algo de dinero para que pudiera casarse y comprarse un piso. Dinero que ni el hijo devolvió ni el padre reclamó. Por cierto, el chico tampoco es que se muriera de ganas por casarse, pero es que a su novia se le empezaba a notar ya el bombo y los casi suegros insistían en que hiciera lo que debía hacer. El mayor acabó Económicas y se colocó rápido. Daba parte de su sueldo a casa, con lo que el padre, que ya tenía una edad, pudo dejar de hacer horas extra. A la pequeña sólo la querían contratar de secretaria, a pesar de que era abogada. Acabó trabajando en el bufete de una famosa feminista que a su padre le ponía de los nervios cuando salía por la tele. A su madre no le acababa de gustar eso de que una mujer trabajara. ¿Qué harás cuando te cases, niña?, le preguntaba, recibiendo gruñidos a modo de respuesta. Y eso fue lo malo, que para colmo se casó con un francés y se marchó a vivir a París, aunque todas las Navidades volvía a Barcelona. El último en irse de casa fue curiosamente el mayor, que se casó con una vecina cuando calculó que ya había ahorrado lo suficiente. El viejo 131 Supermirafiori del padre no tiraba muy bien, le fallaba el embrague y perdía aceite. Creía que el sustituto del 850 le aguantaría más. Lo cierto es que ya no le parecía tan elegante como cuando lo compró, pero en fin, eso era normal. Si algo tienen los coches es que se hacen viejos más deprisa que las demás cosas. Él siempre quiso un Mercedes. Vio uno de cerca por primera vez cuando entró a trabajar en la Seat. El de su jefe. Le pareció curioso que el director general de la fábrica tuviera un coche de otra marca, pero eso no quitaba que el auto fuera una maravilla. Grande, con asientos de cuero, un volante al que había que hablar de usted y un motor que sonaba como si funcionara con billetes de duro y no con gasolina. La verdad, entonces, unos cuantos años más tarde, tenía dinero para comprarse un Mercedes. Bueno, uno de los sencillos. Tenía más que suficiente con lo que había ahorrado al no haberse comprado el apartamento en Playa de Aro, aunque quizás fuera mejor pedir un pequeño préstamo para no gastarlo todo de golpe. De todas formas, su mujer le convenció de que no tirara tanto dinero en una lata con cuatro ruedas. -Total, tú estás a punto de jubilarte y para lo que lo vamos a usar... -Bueno, pero podemos permitírnoslo. -Hay que guardar algo, por si acaso. Y para los hijos. -Sí, supongo que tienes razón. Se compró un Volkswagen Passat gris. De segunda mano, pero con sólo tres añitos. Diésel. El coche le gustaba. Mucho. Y le funcionaba muy bien. Hasta que hace poco tuvo una avería. Le pedían más de tres mil euros por repararla. -Es que cuando hay problemas de motor, la cosa siempre sube –le explicó el mecánico. Su hijo el mayor le recomendó que se comprara uno pequeño, de segunda mano. -Mi mujer tiene un Punto que le va genial. Y si es sólo para vosotros dos, no lo necesitáis más grande. Su hija, por teléfono, le aconsejó que usara el metro. -Estáis mayores ya, para el coche. Y en metro se va comodísimo. El mediano estaba demasiado ocupado con su segundo divorcio como para recomendarle nada a nadie. Él seguía pensando en el Mercedes. Su mujer seguía pensando que era mucho gasto. -Para lo que nos queda... Pero él quería el coche justamente para lo que les quedaba. Al final se lo acabó comprando. Total, si dinero les iba a sobrar, de todas formas. Al mayor le pareció un gasto estúpido. La niña opinaba que su padre estaba mayor para conducir. El mediano sólo dijo que al menos no había sido él quien lo había comprado, porque ahora lo iría conduciendo alguna de sus ex. A su mujer al final no le importó. Total, para lo que les quedaba. Y a él le hacía ilusión. Además, así costaría menos animarle a que se fueran a visitar a su hija a París. A París en un Mercedes con asientos de cuero beige, acabados de madera y un volante al que hay que hablar de usted. Una hija del mediano se lo contó a una amiga, que luego lo comentaba indignada en el metro. Cómo se gasta tanto dinero un hombre de 84 años. El dinero hay que gastarlo cuando eres joven y no lo tienes. Cuando eres un viejo sólo debes gastar lo justo en unas zapatillas cómodas y en una dentadura resistente, que se quede bien pegada a las encías. Así, luego te mueres podrido de dinero y se lo dejas todo a tus hijos, para que se puedan pelear por algo.