Jaime, 22 de septiembre de 2004, 10:19:05 CEST

La negativa (o el primer capítulo de mi Autobiografía inventada)


Durante los ocho primeros meses, todo había transcurrido con normalidad. Incluso me había dado la vuelta, como si sintiera curiosidad por saber qué había ahí fuera. Sin embargo, al final decidí que no quería nacer. No es que tuviera miedo de dejar la protección y el cariño que encontraba en el vientre de mi madre: simplemente me daba pereza dejar de vivir como había estado viviendo hasta entonces. Era una idea que se me había metido entre proyecto de ceja y proyecto de ceja y no había forma de disuadirme. Así pues, me puse otra vez del derecho y me acomodé en la placenta. Mis padres se preocuparon ante un cambio tan brusco, y los médicos no supieron tranquilizarles, a pesar de sus explicaciones sobre lo bien que iban las cesáreas para casos extremos como el mío. A mí, que no era ni siquiera un bebé -para serlo hace falta haber nacido-, tanta impaciencia me molestaba. Y eso de la cesárea no me gustaba en absoluto, aunque estaba dispuesto a correr y a esconderme en caso de que vinieran a buscarme. De todas formas, todo estaba bien como estaba: como se suele decir, si algo funciona, no intentes arreglarlo. Ya habría tiempo para salir de allí, si es que alguna vez sentía ganas de hacerlo. Porque imaginaba que tarde o temprano me apetecería nacer. Suponía que el mundo debía de tener muchas ventajas, si todos acababan naciendo. Muchos incluso nacían muertos, como cumpliendo así un último deseo. De todas formas, era consciente de los inconvenientes. Quedándome donde estaba no podría cortarme con el cuchillo del pan, ni tendría que viajar en metro o leer el periódico. Al verme tan tranquilo donde estaba, los médicos decidieron esperar. Al fin y al cabo, yo estaba bien, ellos estaban aún mejor y mi madre estaba regular. Algo hinchada, solamente. Decidieron que, en caso necesario, siempre estarían a tiempo de operar. Esta decisión no les gustó nada a mis padres, que no veían normal el hecho de que yo no naciera. El caso es que fueron de clínica en clínica, pasando de médico a médico y de segunda opinión a segunda opinión, pero nadie se atrevía a hacer nada. Cosa que a mí me parecía perfecta. Estaba cómodo y a salvo. Por desgracia e incomprensiblemente, mi madre comenzaba a resentirse. Al parecer, su vientre no podía seguir ensanchándose eternamente. Su más bien debilucho cuerpo tenía un límite y faltaba muy poco para llegar a él. Porque yo seguía creciendo. He de admitir que en mi juventud era algo egoísta y poco previsor. Si volviera a ser engendrado pondría algo más de atención a mi crecimiento: no es sólo por estética por lo que se prefiere la delgadez. Es para caber mejor en el útero. El caso es que cuando cumplí los dieciocho meses, mi madre ya no podía ni caminar. De todas formas, lo único que hicieron los médicos fue dejarla tirada en la cama de un hospital. Y observarla. Alguno rezó por ella. Sin embargo, hice caso omiso de ruegos y plegarias, y llegué a crecer tanto que en la piel del abdomen de mi madre, que ya no podía seguir estirándose, se iban formando pequeñas heridas, tiras rojas de dos o tres centímetros de largo. Comencé a darme cuenta de lo mucho que sufría, pero mi decisión era irrevocable. Yo ya no podía hacer nada por moderar mi crecimiento, así que tenía que ser ella quien se adaptara a la nueva situación. Por tanto, era su problema, no el mío. Pero cada día que pasaba las heridas eran mayores y más numerosas. La situación había llegado a ser tan extrema que un médico joven y poco reflexivo había propuesto la posibilidad de pensar en intervenir. El resto de médicos dijo que de acuerdo, que lo pensaría, y alguno llegó de hecho a pensarlo un ratito, mientras tomaba un cortado en la cafetería del hospital. Al final se vio cómo los doctores tenían razón en no operar. No hacía falta. Una enorme grieta acabó partiendo en dos el vientre de mi madre, que pudo ver cómo apoyaba mis piececitos y mis manitas en su cuarteado abdomen, para salir del útero por la enorme brecha de la bermeja y brillante herida. Poco después murió, claro. Tanto esfuerzo para nada. Me eché a llorar.


 
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