Jaime, 10 de febrero de 2003, 22:27:50 CET

Sentido común


El doctor Palacios encendió la sierra y bajó la vista, cuando se fijó en que el cadáver estaba abriendo los ojos. Paró el aparato y se bajó la mascarilla. Oyó como el muerto murmuraba algunas palabras ininteligibles e intentaba moverse. -Señor José -dijo el doctor-. Esto... ¿está usted... aquí... entre nosotros? -No lo sé... ¿dónde estoy? -Preguntó el supuesto muerto. -Pues en el Hospital Clínico de Barcelona. -¿En el hospital...? ¿Por qué? -No sé. A mí me han dicho que le haga la autopsia, para saber de qué ha muerto. José intentó incorporarse, pero apenas si consiguió levantar un poco el torso y la cabeza, que le dolía como si el cerebro intentase escaparse por los ojos. -Es que yo no estoy muerto, ¿sabe usted? Y, si no es molestia, necesitaría algo de ropa, aquí hace frío. -Lamento estar en desacuerdo, pero... -¿Cómo que en desacuerdo? -le increpó don José-. Aquí hace frío. -No, no -le contestó el doctor Palacios-. Frío hace. Pero yo me refiero a que usted está muerto. -¿Cómo? -Sí, mire, lo pone aquí -y le enseñó su historial clínico, incluido el certificado de defunción-. No hay duda posible, usted ha fallecido. Ahora, si me permite, ¿podría tumbarse, que tengo que... ehem... abrirle? -Oiga, no diga tonterías. Yo estoy vivo, se lo aseguro. -Quite, quite. Va a saber usted más que los médicos. -Pero me muevo, y hablo. ¿O es que no lo ve? -Haga el favor de no llevarme la contraria. Está usted hablando con alguien que, además de haber estudiado el cuerpo humano durante ocho años en la facultad, lleva ejerciendo como médico forense durante más de dos lustros; sé lo que me hago. Cuando me llega un informe que dice que un hombre ha muerto, es porque ha muerto. Eso está clarísimo, no hay duda posible. Usted me dice que se mueve y habla, pero yo le digo que cosas más raras se han visto. -Seguro que usted no ha visto por aquí a muchos muertos que hablen, -le dijo don José, con todo el tono de burla que podía permitirse alguien cansado y seguramente también enfermo. El doctor Palacios frunció el ceño, contrariado. Le había pillado, el cadáver sabelotodo éste. Pero Palacios no tenía ganas de discutir. Cuanto antes pudiera comenzar a trabajar, antes acabaría y antes podría irse a comer. No le apetecía perder el tiempo hablando con un muerto sobre algo de lo que no cabía la menor duda: si un médico -¡un colega!- le había dicho que aquel hombre había fallecido, pues muerto estaba. En los hospitales las cosas no se hacían a la ligera, vaya que no. -La verdad -comenzó el doctor- es que yo no ha visto a ningún cadáver charlatán... -¿Lo ve cómo no? -Le interrumpió aliviado don José-. Haga el favor de llamar a un médico o a una enfermera, que no me encuentro muy bien. -Un momento -le dijo el doctor Palacios-, yo sólo he dicho que no había visto hasta ahora a ningún cadáver parlanchín, no que no se hubiera dado ningún caso. -Pero oiga -dijo blanco y tembloroso don José-, que los muertos no hablan, que eso lo sabe todo el mundo. -Permítame que le corrija -siguió mintiendo el forense, deseoso de acabar con esa discusión que tanto tiempo le estaba haciendo perder-, el prestigioso doctor Cifuentes ha constatado recientemente en el Medical Science Journal dos casos en los que el cadáver se ponía a cantar, antes de la autopsia, sin perder su calidad de difunto. -No diga tonterías, por favor. -No, no, nada de tonterías -y aquí la imaginación del médico se disparó-. Es el famoso efecto rabo de lagartija. -¿Rabo de lagartija? -Sí, claro. Ya sabe, cuando se le corta el rabo a una lagartija, el rabo sigue moviéndose, aunque está claro que esa cola no es un ser vivo. No ponga esa cara, esto es ciencia, amigo mío. -No sé, nunca había oído hablar de tal cosa... -Es que ha habido pocos casos. Y aún no se conocen bien las causas. Ahora recuerdo uno bastante curioso, constatado por el doctor Duarte, que examinó a un hombre que bailaba tangos después de muerto, por supuesto, en Argentina. -O sea que yo estoy muerto. -Sí, claro. Pero no lo digo yo, lo dice el médico que le atendió cuando usted ingresó aquí -y le volvió a mostrar su historial, señalando esta vez una firma ininteligible en lo que parecía su certificado de defunción-. El doctor Casares, nada menos. Excelente profesional y aún mejor jugador de mus. -¿Y yo, o sea, mi cadáver, podrá, podré, no sé cómo decirlo, seguir hablando para siempre? -No, por favor. El efecto es pasajero. Como con los rabos de lagartija -dijo el doctor, aliviado porque parecía que, finalmente, podría comenzar la faena y marcharse pronto a almorzar. -Vaya -y a don José se le escapó una lagrimilla. -Venga hombre, que no es para ponerse así. La gente se muere todos los días. Además, usted tiene el privilegio de poder hablar. No está mal, felicidades, ya me gustaría a mí eso cuando me muera. Piense que las posibilidades son sólo de uno entre diez millones. Como mucho. Usted es un afortunado -el doctor cogió su sierra de autopsias-. ¿Estaba casado? -Se sentía como un peluquero dando conversación. -No... bueno, divorciado. Dos hijos. Ya mayores. -En fin... Si me hace el favor de recostarse del todo. Eso es, gracias. -Así que esto es la muerte. El doctor Palacios encendió la sierra y la cuchilla circular comenzó a girar emitiendo un zumbido grave. -¿No me hará daño, verdad, doctor? -Preguntó don José, que salió de su ensueño al ver aquella herramienta poco amistosa. -Nunca se me ha quejado ningún paciente -le contestó el doctor. La verdad es que don José no gritó demasiado.


 
Menéame Envía esta historia a del.icio.us