martes, 30. noviembre 2004
Jaime, 30 de noviembre de 2004, 9:17:58 CET

Libertad de elección


Años antes de que comenzara a plantearse la obligatoriedad o no de las clases de religión y tras pasar por los tribunales, José Luis Gómez consiguió que le fuera permitido decidir el itinerario escolar de su hijo. La justicia reconoció así que la educación es responsabilidad de los padres. Se daba el caso de que Gómez había desarrollado en su juventud una curiosa teoría en contra de que los niños estudiaran matemáticas, teoría que incluso había publicado en revistas y diarios. Según Gómez, las matemáticas eran un lenguaje demasiado abstracto como para poder ser asimilado por la mente infantil. No era conveniente iniciarse en el mundo de los números hasta que se hubiera completado la formación básica. Así pues, el hijo de José Luis no asistió a ninguna clase de matemáticas. Ni siquiera en la selectividad tuvo que pasar por el trance de presentarse a ese examen. Más: sus profesores consiguieron explicarle nociones de física y química sin recurrir a los números, en lo que fue todo un alarde pedagógico. Porque el chico quería ser arquitecto y, por tanto, optó por el itinerario de ciencias. Una vez comenzó la carrera, Gómez consideró que el muchacho ya estaba preparado para recibir las primeras clases de matemáticas y adentrarse finalmente en ese mundo tan abstracto y complejo. Así, el joven Gómez iba por las mañanas a la facultad y pasaba las tardes con una estudiante de magisterio que le enseñaba a sumar, a restar, las tablas de multiplicar, las divisiones y las raíces cuadradas. No pasó de ahí el primer año, con lo que se produjo el desastre: no trajo precisamente buenas notas a casa. Su padre le excusó. Y se excusó, claro. La culpa no es tuya, le dijo, sino del sistema. Todos deberían comenzar con las matemáticas a tu edad. ¿Qué hacen, si no, los niños? Memorizan, son adoctrinados. Pero realmente no asimilan un lenguaje tan complejo. Porque no pueden. No antes de los dieciocho o veinte años. Dieciséis como poco. No, no, a los dieciséis aún no. Que su padre creyera estar en lo cierto no le sirvió de mucho al estudiante de arquitectura, que no fue capaz de sacar adelante la carrera. El hijo acabó demandando al padre por daños y perjuicios. Y ganó. Además, durante el proceso se supo que había crecido sin ser capaz de valorar la música y la poesía, y que lo que más le gustaba de la arquitectura eran los materiales, pero que se mostraba totalmente insensible a formas y proporciones. Se licenció en Derecho, evitando las asignaturas de impuestos. Si no me falla la memoria, hace poco consiguió una plaza de notario y se casó con aquella chica que le daba clases. Está haciendo progresos considerables en geometría.


 
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