miércoles, 10. agosto 2011
Jaime, 10 de agosto de 2011, 15:45:20 CEST

Mi ingrediente secreto


Yo tuve un restaurante durante varios años. Le Parisien Chez Rubio Haute Cuisine. Al principio, mis platos revolucionarios no tenían éxito, y jamás entendí por qué: si a todo el mundo le gustan las patatas de bolsa y los cacahuetes, ¿por qué no querían comerlos en nuestro encantador local decorado en un todo a 1 euro (no confundir con la gama baja de los todo a 60 céntimos)? Durante un tiempo intenté trabajar mejor el marketing e hice algo de publicidad explicando que yo había trabajado para Ferran Adrià. Este cocinerucho con aires de grandeza me demandó asegurando que yo nunca había trabajado para él. El juez le dio la razón a pesar de que no pudo negar que estuve a su servicio el 3 de septiembre de 2004, cuando coincidimos en un ascensor. -¿A qué piso va? -Le pregunté. -Al cuarto. Y apreté el botón. Ahora resulta que eso no es trabajar para Ferran Adrià. Tendría que haberle demandado por no haberme hecho un contrato como Dios manda. En fin. Como la justicia en España es un cachondeo, cambién de táctica y probé a usar un ingrediente innovador que no sólo atrajo a nuevos clientes, sino que además los fidelizó de forma casi diría que exagerada. Mi ingrediente -secreto hasta que la policía me cerró el local- era el crack. Y como se fuma, todos mis platos eran flambeados. El local se llenaba cada noche, y había gente que incluso cenaba allí varias veces al día. Además, mis clientes se mostraban ansiosos por volver a probar mis platos hasta el punto de que se me saltaban las lágrimas de la emoción cada vez que les servía y veía la paz y la satisfacción en sus rostros. Por fin veía recompensado todo el esfuerzo que había invertido pensando en la posibilidad de inscribirme en alguna ocasión en un curso de cocina para luego mejor comprar un libro de recetas que no llegué a abrir. Lo malo fue que a las pocas semanas se formaron varias bandas de clientes que tomaron el control de diferentes territorios del restaurante. También tuve que lidiar con algunos camareros que pasaban comida de contrabando. Como suministrador, conseguí llegar a un acuerdo con los jefes de las zonas, pero cualquier escaramuza se aprovechaba para iniciar un tiroteo y tratar de agregar una mesa más a la propia zona de influencia. Al final la policía se decidió a investigar la muerte de dos camareros y seis clientes. Pude mantener el restaurante abierto algún tiempo más después de invitar a comer a algunos agentes, a los que tenía que ir pasando tuppers periódicamente. Pero claro, el negocio cada vez era menos rentable: no sólo por los sobornos y los acuerdos con las bandas, sino porque mis clientes cada vez tenían más problemas para mantener sus puestos de trabajo y seguir pagando mis sofisticadas e innovadores creaciones. Maldita crisis. Sólo han salido ganando los bancos y los masones. En fin, que como la cosa ya no iba tan bien como al principio, hablé con mi abogado, llegamos a un acuerdo con el fiscal del distrito de Los Ángeles y me condenaron a veinte años de cárcel. Porque me juzgaron en Barcelona. Despedí a mi abogado justo después de pagar su minuta. Que era tan abultada que parecía más bien una horuta. Jajaja... Qué bueno... Horuta... Si no fuera por estos momentos, no podría sobrevivir aquí encerrado. Aunque no creo que sobreviva ni con mi buen humor. Estoy en la misma prisión que muchos de mis clientes habituales. Y por algún motivo tengo fama de chivato. Yo. De chivato. Increíble. Después de todo lo que he hecho por ellos.


 
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