lunes, 20. marzo 2006
Jaime, 20 de marzo de 2006, 8:57:38 CET

Shakespeare y yo


Los cineastas aseguran que si Shakespeare viviera hoy en día, haría cine. Los publicistas, que se dedicaría a la publicidad. Los guionistas de televisión, que escribiría series. A nadie se le pasa por la cabeza que, de haber nacido por ejemplo en 1958, Shakespeare sería dramaturgo. ¿Dramaturgo? ¿Shakespeare? Quieres decir ¿escribiendo obras? Comprensible, dado lo duro que es el mundo del teatro. Yo comencé mi andadura por los escenarios a principios de los años 80, como actor en pequeñas salas alternativas de Barcelona. Hice un Esperando a Godot mítico en el que interpretaba a todos los personajes, incluido un Godot que añadí al texto para que el público no se sintiera defraudado. La crítica no lo entendió, pero ¿acaso hay algo que entienda la crítica, ese ejército de resentidos biliosos que va babeando rencor por las esquinas? En 1987 estrené el primero de mis textos, Hay que matarlos a todos. Una obra innovadora, transgresora, agresiva. Al final, el protagonista moría. De verdad. La actriz principal le pegaba un tiro. El problema fue que después de apenas diecisiete representaciones y a pesar del éxito de público y crítica, ningún actor quiso protagonizarla. Ridículo, teniendo en cuenta la proyección que tenía un papel de estas características. Bueno, y la actriz protagonista pasó catorce años en la cárcel, pero ésa es otra historia. Mi consagración internacional llegó a principios de los noventa, cuando estrené en el Old Vic --el teatro más viejo de Vic, capital de la comarca de Osona-- mi gran Popeye el marino soy, la conmovedora y claustrofóbica historia de un tipo que pierde la cartera y ha de renovar toda la documentación. Yo mismo la llevé al cine, aunque por presiones comerciales tuve que echar mano de las tijeras y dejarla en una peliculita de tres horas y media en la que apenas tenía tiempo para retratar la angustia vital del personaje principal, no hablemos ya de los secundarios, que quedaban, lo reconozco, desdibujados. Esta obra supuso mi salto a Hollywood. Sin embargo, ya se sabe cómo es el cine americano. Le encasillan a uno y ya no hay forma de librarse de la etiqueta. De todas formas, tengo que decir que las películas porno que dirigí se consideran de lo mejor del género. Desengañado de la industria cinematográfica, volví a Barcelona en 1996, dispuesto a dedicarme única y exclusivamente al teatro. Así, dirigí e interpreté algunos de mis mejores textos: La cantante calva, El enfermo imaginario y Edipo Rey. Lamentablemente, una cruel y envidiosa campaña orquestada en mi contra me hizo aparecer ante la prensa y el público --¡incomprensiblemente!— como un plagiario. Cansado y sintiendo una rabia impotente que me carcomía por dentro, decidí dejar durante un tiempo los escenarios. Estuve a punto de regresar triunfalmente el 11 de septiembre de 2001, dispuesto a estrenar un monólogo dramático e intenso que llevaba meses preparando. Se titulaba Soy un piloto de Iberia, soy un terrorista suicida. Por causas ajenas a la voluntad de casi todo el mundo, el teatro decidió cancelar el estreno a última hora. Toda esta historia, incluido mis tórridos romances con Núria Espert y Rosa Maria Sardá --a la vez, con cómicas consecuencias--, está mejor y más extensamente explicada en mis memorias teatrales, publicadas en catalán bajo el título de Teiatru, lo teu és puru teiatru. Sólo añadir que me estoy planteando mi regreso: un musical erótico-festivo basado en la vida del mulá Omar. En definitiva, que no me extrañaría que, de vivir hoy en día, Shakespeare se dedicara a cualquier otra cosa que no fuera el teatro. Una inmobiliaria. Eso siempre es un buen negocio. Dinero seguro. Y Shakespeare no era tonto. Inglés, sí, puede, pero tonto, ni hablar.


 
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