lunes, 23. enero 2006
Jaime, 23 de enero de 2006, 9:32:10 CET

Casi dos siglos


Fernando Alcoba cumple hoy 184 años. Su secreto: "Me tendría que haber muerto en 1916, pero no supe cómo hacerlo. Soy un completo desastre: primero me olvidé del día y luego me salió todo mal y en vez de morirme acabé respirando muy deprisa. Mi mujer no paraba de decirme mira que eres tonto, pero qué tonto eres, ni para eso sirves. Menos mal que del disgusto se murió dos años más tarde". Alcoba ignora si al no haberse muerto ha conseguido la inmortalidad o sólo ha ganado unos cuantos años. "Intuyo --explica-- que es cuestión de cogerle el truquillo. Hombre, tampoco es que me apetezca mucho morirme, la verdad, pero, en fin, mis tataranietos tienen ganas de heredar y el del banco está cansado de darme intereses. Es por no hacerles un feo. El problema es que cada vez estoy más viejo y cansado, y tengo menos energía para practicar. Y la práctica lo es todo". Lo cierto es que pudimos comprobar que Alcoba goza de una mente despejada y una salud de treintañero. De treintañero heroinómano desde los doce años, pero treintañero al fin y al cabo. Incluso conserva dos dientes propios, oye bastante regular del oído izquierdo y aprecia sin dificultad manchas borrosas en movimiento que no siempre están ahí. "Y como de todo --añade--, siempre que sea en forma de puré, claro". Le preguntamos si le gustaría llegar a los doscientos años. "Hombre, ahora le diría que no, pero tampoco quería llegar a los cien hasta que cumplí noventa y nueve". Le cuida una tataranieta-sobrina solterona y amante de los gatos. Fernando comenta entre risas que esta señora "cree que tengo mucho dinero y que lo va a heredar casi todo. Lo que por otra parte es cierto, pero ella se lo cree". Ante nuestra mirada de estupor, el hombre se queda dormido. Dos minutos más tarde despierta y nos mira aterrado. "¡Evaristo! --grita--. ¡Me van a matar! ¡Evaristo! ¡Se me llevan!" Salimos de la sala discretamente mientras su tataranieta --que se llama Sara y asegura que en su familia no hay ningún Evaristo, a excepción de su padre, su hermano, su abuelo, su bisabuelo y una prima de la que nadie quiere hablar-- intenta calmarle. Ya en el pasillo nos damos cuenta de que yo sólo somos una persona, así que dejamos de usar el plural para hablar de mí mismo. Salimos, digo, salgo de la casa discretamente, aprovechando para llevarme prestado un bonito reloj de pared del siglo 19.


 
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