miércoles, 25. agosto 2004
Jaime, 25 de agosto de 2004, 10:49:03 CEST

Acerca del origen del salto con pértiga


El salto con pértiga lo inventó un tramposo. Un tramposo algo ingenuo, claro. -Tú qué vas a saltar más de cinco metros. -Que sí, que sí, ya verás. -Un momento, ¿qué es ese palo? -Er... ¡Detrás tuyo! ¡Un mono con tres cabezas! Buena gente, el inventor del salto con pértiga. Era tramposo no por ánimo de hacer maldades, sino porque se planteaba las trampas como retos intelectuales que se superaban utilizando el arma de la naturalidad. Ya en el colegio copiaba sacando el libro y colocándolo alegremente encima de la mesa. Siempre le pillaban, pero nadie se atrevía a retirarle el examen y endilgarle el cero correspondiente. Aunque sí que le cerraban el libro, claro. En una ocasión entró en una tienda de discos y agarró los dos primeros que vio. Mientras se dirigía hacia la puerta, le dijo al dependiente: "Bueno, me voy, que ya he pagado". No se pudo ir tan rápido, ya que el vendedor no tenía una memoria tan mala. De todas formas, en la tienda se vieron obligados a hacerle un descuento, después de que el tramposo se mostrara ofendidísimo por el hecho de que pusieran en duda su honestidad. En el examen práctico de conducir hizo algo parecido. Nada más arrancar el coche, le dio al freno de mano, sacó la llave y dijo: "¿Qué tal? Yo diría que bien, ¿no?" Tuvo que presentarse una segunda vez. De todas formas, y a pesar de engaños de este tipo, él consideraba que para hacer trampas lo mejor era la sinceridad. Más que nada porque no hay tonto que se crea las verdades. Así, cuando intentó casarse dos veces sin divorciarse primero, a su segunda prometida le dijo tranquilamente que ya estaba casado, pero que quería ser bígamo. Ella se lo tomó como una broma. Igual que el cura, aunque a él no le gustaban los graciosillos. Al regresar de la luna de miel, le dijo a su primera esposa que no había estado fuera en viaje de negocios, sino que en realidad se había casado con otra. La buena señora también creyó que su marido tenía un sentido del humor bastante idiota. Todo se fue al garete en las siguientes navidades, cuando el tramposo se empeñó en celebrarlas con sus dos familias. -Ana, te presento a mi mujer, Natalia; Natalia, ésta es mi mujer, Ana. Cuando iban por el café, los cuatro suegros comenzaron a sospechar algo. Pero la que lo destapó todo fue su madre, que evidentemente lo conocía como si fuera su madre, aunque de hecho no lo era, pero esa es otra historia. -Oye -le dijo, poniendo cara de sospechar algo- ¿tú no te habrás casado con estas dos? -Er... -contestó- ¡Detrás tuyo! ¡Un mono con tres cabezas! Tras los divorcios, pasó por una mala temporada. Estaba algo tristote -quería a esas mujeres- y su carrera profesional se resintió. Sobre todo porque faltó mucho al trabajo. Cuando no quería ir a la oficina, se afeitaba, se duchaba, se vestía, cogía el metro, se presentaba en el despacho del jefe y le avisaba todo serio de que se encontraba tan mal que ese día no podría ni salir de la cama. Y es que consideraba que decir las cosas por teléfono restaba credibilidad. Murió jugando a la ruleta rusa. Se dio cuenta de que con cada disparo, las probabilidades de morir aumentaban. En cambio, si metía de entrada las seis balas en el tambor y no sólo una, las probabilidades de pegarse un tiro eran siempre las mismas, cosa que consideró una evidente ventaja.


 
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