lunes, 3. noviembre 2003
Jaime, 3 de noviembre de 2003, 9:39:28 CET

El príncipe azul


El príncipe heredero había renunciado al trono por amor. Él quería con locura a aquella muchacha que se le había presentado como modelo y que había resultado ser la ex camarera de un bar en el que se servía con poca ropa. Los ciudadanos y periodistas le pillaron tirria a la pobre mujer, y su padre no dejaba de repetir que la pelandusca esa no pondría un pie en palacio, así que el príncipe, enamorado como un burro, no pudo hacer otra cosa que renunciar al trono. Casi todo el mundo aplaudió su romántica valentía, no sin remordimientos y cierta tristeza. Sin embargo, unos años después del divorcio, el príncipe reconocía que lamentaba aquella decisión. No porque al final todo hubiera quedado en nada, ya que seguía creyendo que, al menos, había merecido la pena intentarlo, sino más bien porque algo le roía el hígado cuando veía a su hermano menor recibiendo los honores de un rey recién coronado. Le veía viajando a países exóticos acompañado de su esposa, la elegante hija de un diplomático, o dando el discurso de Nochebuena, o en la toma de posesión de los nuevos ministros y no podía dejar de pensar con cierta envidia que aquel podría haber sido su lugar. Mejor dicho: que aquel debería haber sido su lugar. Y, para acabar de ser sinceros, lo que más le jodía era haberse divorciado porque su hermano se acostaba con la ex camarera, contando con el resignado consentimiento –qué remedio- de la elegante hija de un diplomático.


 
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